
En 1937 Mariano Rodríguez regresa a Cuba procedente de México y de inmediato traslada al lienzo su propia mirada de la realidad americana empleando una morfología que inaugura su ciclo de influencia mexicana. Los retratos respectivos de sus hermanos, Zora y Aníbal, y su antológico lienzo Unidad aportan a la plástica cubana una imagen telúrica de la figura humana, en la cual ejerce una función importante el color en estrecha relación con las fuerzas primigenias de la naturaleza. Sus personajes adquieren una dignidad emblemática que los eleva al rango de paradigmas, portadores de una función eminentemente didáctica. Esta dirección de su pintura se profundiza en su Autorretrato y Educando, cuadros que, unidos a La hebra y Los niños del pozo, lo sitúan en un lugar relevante en la plástica cubana del momento.




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